Pospandemia: Una oportunidad para la fraternidad

 


Pospandemia: Una oportunidad para la fraternidad

Iniciamos el 2021 con la mirada puesta en el fin de la pandemia. Parece que ahora la pregunta ya no recae sobre cuándo acabará todo esto, sino sobre cómo lo hará y cómo será la vida después de este tiempo tan in - tenso. La inminencia de la vacuna –al me - nos para los denominados «países del Norte» – nos hace creer que podremos volver a la misma rutina de antes. Sin embargo, por el camino, el virus de la pobreza sigue haciendo estragos. ¿Habremos aprendido alguna cosa del tiempo que hemos pasado confinados? Aprovechemos este momento para detenernos y revisar aquello que hemos vivido. Podemos hacerlo recorriendo esos lemas que nos han acompañado todos estos meses. Cuando una expresión se populariza es porque esconde algo esencial del espíritu de nuestro tiempo. Hallarle el significado profundo debe ayudarnos a re - armarnos interiormente para poder vivir el año 2021 con más serenidad, lucidez y compromiso.

¿Luchamos contra el virus?

Desde que empezaron la pandemia y el confinamiento, a la vez que se relegaba el lenguaje inclusivo y la paridad, y empezaban a aparecer hombres uniformados en las pantallas de televisión para informarnos sobre la última hora de la lucha contra la COVID-19, los discursos políticos sobre el virus se teñían de un lenguaje bélico que apelaba a la ciudadanía como «soldados», a los profesionales de la sanidad como un «ejército que no deja de combatir», al virus como «el enemigo que vencer» y un «todos» irreflexivo, hegemónico y sin matices ni discrepancias. «Guerra», «batalla», «frente»... Un imaginario agresivo y belicoso se apropió del relato público y privado, y tanto los medios como la población en general –atemorizados e «intoxicados»– lo ratificamos acríticamente.

Pero el lenguaje de las guerras no es una estrategia para abordar una pandemia. Recordemos que, desde tiempos antiguos, la ciencia médica ha afrontado enfermedades infecciosas no solo con hospitales y médicos, sino sobre todo proponiendo mejoras en el urbanismo, el alcantarillado y las viviendas; garantizando el acceso al agua potable; mejorando la alimentación de los niños..., pero nunca desplegando ejércitos.

Por eso, ante el mensaje del miedo y los discursos belicistas como modo de afrontar las crisis, proponemos a partir de ahora un lenguaje que gire en torno a la vida, la atención, la presencia y el acompañamiento, a la ternura, el consuelo y la resiliencia. Un lenguaje que, en vez de convocarnos al «combate», nos convoque a construir alternativas desde la comunidad y el cuidado.

 ¿Todo va a salir bien?

 Esta ha sido una de las principales expresiones de aliento en los últimos meses. La hemos visto en muchos carteles y a menudo se la decimos a un amigo cuando lo vemos desbordado por un problema de difícil solución. A menudo no sabemos cómo van a ir las cosas, pero es imprescindible mantenerse en pie, no tirar la toalla antes de tiempo. Como ese equipo de fútbol que debe remontar dos goles en la segunda parte para poder ganar el partido. No solo necesitamos que «salga bien», sino «creer que todo saldrá bien».

Sin embargo, debemos abandonar el optimismo acrítico y las falsas seguridades de un sistema tecnológico, social, político y económico sostenible, individualista y profundamente injusto. Debemos reconocer con humildad que «no todo va a salir bien». Hacemos presente con dolor cómo se ha ensañado esta pandemia con las residencias de personas mayores; los miles de seres queridos que han muerto; todas las violencias que han quedado enmascaradas por el colapso informativo sobre la COVID-19; la catástrofe educativa que ha supuesto a nivel mundial; los millones de personas –cerca o lejos– que han quedado bajo el umbral de la pobreza por muchos años o, incluso, definitivamente. Todo saldrá bien, solamente, si somos capaces de cargar con todas estas realidades, llevar el duelo, acompañar a las víctimas y aprender a vivir desde la certeza de que, incluso en las noches más oscuras, la realidad está sostenida y habitada por el Misterio de la presencia de Dios. Etty Hillesum, Simone Weil y una nube de testimonios nos lo han mostrado a lo largo de la historia.

 ¿Resistiré?

 Durante muchas semanas salimos a los balcones de ciudades y pueblos para aplaudir al personal sanitario y a todas esas personas que no podían confinarse porque su trabajo se consideraba «servicio esencial». Quizás también nos aplaudíamos un poco a nosotros mismos para animarnos en medio de esta situación insólita y restringida que nos ponía cara a cara con el espejo de nuestra fragilidad. Y, de repente, la canción «Resistiré» del Dúo Dinámico se colaba desde alguna ventana y también el tarareo de algún vecino o vecina. Tal vez, al igual que con los aplausos, cantábamos para convencernos, pero sin ninguna certeza, ni compromiso, ni discernimiento... ¿Resistencia hacia qué o quién? ¿Hacia el virus? ¿Hacia las restricciones de la «nueva normalidad»? ¿Hacia el sistema? ¿Hacia la soledad y el aislamiento?

Son muchas las preguntas que deberíamos hacernos, pero nos cuesta formulárnoslas, porque las respuestas nos exigirían conversión, responsabilidad, acción, pérdida de privilegios, alzar la voz... La verdadera resistencia es la que no solo se ejerce contra la fuerza opuesta, sino la que genera reflexión y transformación. Una resistencia que subvierte el miedo y la tentación de no hacer nada; una resistencia colectiva y solidaria que, como explica Donna Haraway en su libro El mundo que necesitamos, es urgente «ante la amenaza de la depresión y la derrota, del cinismo, de los futurismos fascistas extraños». Una resistencia, en definitiva, para «inventar aquello que aún no es, pero que debería ser», yendo más allá de la simple denuncia y la crítica cabreada.

 ¿Quédate en casa?

 Los hashtags #YoMeQuedoEnCasa o #QuédateEnCasa fueron omnipresentes durante semanas. Por criterios epidemiológicos, la apelación a salir lo mínimo posible, teletrabajar y reducir la actividad social ha devenido un llamamiento a la responsabilidad individual y un ejemplo de solidaridad. Una sociedad madura es aquella capaz de hacer a corto plazo unos sacrificios que a la larga buscan lograr un bien común mayor. Siguiendo las recomendaciones de las autoridades sanitarias, sin duda contribuimos a contener la transmisión del virus y a proteger la salud de la comunidad. Pero no siempre es posible quedarse en casa. ¿Qué debe hacer quien no tiene casa? ¿O todas esas personas que viven en precario, en pisos patera? ¿O con la amenaza de ser desahuciadas? ¿O las mujeres que han tenido que confinarse en casa conviviendo con sus maltratadores?

 El imperativo de quedarse en casa refuerza una de las tendencias más peligrosas para nuestras sociedades. Desde hace unas décadas, ha ido cuajando un ideal de vida que promueve el hogar como un tipo de búnker que nos aísla de un mundo exterior amenazante y repleto de peligros. Dentro, el máximo confort y la máxima protección; «¡fuera no se nos ha perdido nada!». Este es el sueño distópico de cualquier sistema autoritario: una multitud de personas encerradas en casa débilmente conectadas desde un punto de vista tecnológico, con miedo a bajar a la calle, sin interés por participar en la esfera pública y desentendidas del bien común.

Esta estrategia de distancia social no debería normalizarse, sino que debería verse como una profunda anomalía. Recuperemos tan pronto como podamos la calles: ese lugar arriesgadamente maravilloso de encuentro y celebración; ese lugar magnífico donde reivindicar democracia y derechos; ese lugar tan necesario donde ir tejiendo cotidianamente luchas compartidas como comunidad, vecindad y ciudadanía, aunque sin olvidar las condiciones de vida de tantas personas que seguirán sin techo o en viviendas inseguras, insalubres, y para quienes la calle no representa un anhelo de libertad en comparación con quienes tienen un hogar al que regresar.

 ¿Cuidémonos?

«Cuidarse» se ha popularizado como expresión a partir de la constatación de que no puede darse una auténtica transformación de nuestra sociedad ni de nuestras formas de vida si no ponemos los cuidados en el centro. Finalmente, hemos despertado del sueño de la omnipotencia y la invulnerabilidad, y nos hemos dado permiso para abrazar la propia fragilidad reconociéndonos interdependientes y reconociendo la labor imprescindible de quien nos cuida.

 Pero el individualismo se nos agarra a la piel como una garrapata, y el «cuidémonos» inicial tiene la tentación de ir estrechando cada vez más el «nos», solo por los «míos», un simple mecanismo de autoprotección, una forma más de egoísmo. Ahora bien, el eslogan «cuidémonos» solo tiene sentido si aspira a hacer el «nos» cada vez más grande y más inclusivo, hasta llegar a abrazar a la humanidad entera y, muy especialmente, a aquellas personas que no tienen a nadie que las cuide.

Entonces, partiendo de esta pequeña semilla de revolución que esconde la frase, el imperativo deviene un imperativo político porque cuestiona no solo a qué dedico mi tiempo, sino también el uso que le doy a mi dinero (sí, también los impuestos que pago), mi propiedad privada y aquellas opciones políticas que defiendo. De un deseo individual/familiar, el «cuidémonos» pasa entonces a convertirse en una forma de entender la vida, en una forma de dar vida.

 ¿Nueva normalidad?

En medio de la excepcionalidad del confinamiento se elaboraron planes de desescalada para volver a una «nueva normalidad». Hablar de «normalidad» nos sugiere regresar a una situación estable, previsible, libre de incertidumbres. A la vez, tener que adjetivarla como «nueva», nos advierte de que nada puede volver a ser como antes.

Si, efectivamente, la pandemia no es solo producto del azar biológico, sino consecuencia directa de una vida humana depredadora del planeta, la nueva normalidad no pueden ser solo unos pequeños ajustes: debe implicar una apuesta por un modelo radicalmente sostenible desde un punto de vista tanto social como ecológico. Si no hay un replanteamiento de fondo, llamar «normalidad» a una aproximación crematística irresponsable hacia la naturaleza y perpetuadora de desigualdades obscenas entre los seres humanos es consagrar una vez más como inevitable una situación insostenible e inhumana.

 Volver a la situación anterior a la pandemia es un deseo al que solo aspira una minoría privilegiada de la humanidad, como si el orden global previo a la pandemia fuera un orden justo, equitativo y armonioso. No habremos aprendido nada si volvemos a la normalidad anterior. Para hacer que nazca la auténtica novedad, necesitamos vivir más conscientemente, más despiertos para reconocer a aquellas personas que sufren la injusticia, invisibilizadas y vulnerabilizadas. Esta mirada «samaritana», atenta, nos desplaza y desemboca en una acción compasiva y comprometida para aligerar el sufrimiento y revertir, así, las causas.

 ¿Y ahora qué? El camino de la pospandemia

 Y ahora que iniciamos el camino de la pospandemia, con la mochila cargada de lemas resignificados y un profundo aprendizaje vital, nos preguntamos: ¿servirá esta crisis como aprendizaje para las futuras crisis derivadas de la emergencia climática? ¿Llegará la vacuna a las zonas más empobrecidas de nuestro planeta bajo unos criterios justos de reparto? ¿Revisaremos finalmente los sistemas sanitarios, ahora que los reconocemos infradotados, para que la salud sea un bien universal y garantizado? ¿Se mantendrán las políticas económicas que ayuden a los más perjudicados por la pandemia? ¿Será la Vida, en mayúsculas, el centro de las decisiones individuales y colectivas futuras?

 No nos resignamos a que la pospandemia tome caminos distópicos. Debe quedarnos claro que sin interrupción de la vieja normalidad no puede haber nueva normalidad con sabor a fraternidad y a promesa cumplida, y que acelerar su llegada nos compete a los seres humanos, singularmente a quienes compartimos el sueño de Jesús de Nazaret. De nosotros depende, en definitiva, que el camino de la pospandemia sea un camino de fraternidad.

Cristianisme i Justícia

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